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Deserción, desarme, solidaridad. Una perspectiva sobre la guerra en Ucrania

Guernica - Picasso

Editorial de Globalproject, a 10 días de la invasión rusa de Ucrania y del comienzo de la guerra

Para expresar un punto de vista difícil sobre lo que está sucediendo en Ucrania hemos elegido como portada quizás el icono más grande del antimilitarismo, la Guernica pintada por Pablo Picasso después del feroz bombardeo de la homónima ciudad vasca durante la Guerra Civil Española, realizado el 26 de abril de 1937 por la Legión Condor y la Aviación Legionaria italiana.

La invasión rusa de Ucrania, el regreso de la pesadilla de la guerra en Europa, las movilizaciones masivas que en todo el mundo han acompañado las primeras fases de este conflicto nos impulsan a salir del impasse de una confusa y dramática crónica de los hechos e intentar leer lo que sucede dentro de una perspectiva global y de algunas directrices políticas.

¿Nuevo Orden Mundial?

Estar en este momento “contra Putin y contra la OTAN” no implica sólo la clara expresión de un posicionamiento político, sino la necesidad de afirmar que – hoy más que nunca – hay que reconstruir el hilo de una deserción masiva, de un éxodo constituyente de la guerra y de los frentes que continuamente define y redefine. Desertar significa no sólo llamarse fuera de las partes en causa, oponerse a ellas, sino que quiere decir imaginar y practicar nuevas formas de vida más allá de la guerra, ese otro mundo posible que mira a la emancipación colectiva más que a la “paz” en su sentido absoluto de ausencia de conflictos.

Pero para sacar este concepto de su abstracción ideal, debemos analizar precisamente las partes implicadas y los términos de la disputa: la crisis ecológica, la “transición” energética, la pandemia, la ola larga de los nacionalismos, la búsqueda fallida de una nueva soberanía que surge de las cenizas del Estado nación.

Partimos precisamente de este último punto, del inacabado paso hacia un “nuevo orden mundial” que, a partir del final del equilibrio bipolar que marcó buena parte del siglo XX, está inevitablemente vinculado a una condición de guerra permanente. La guerra en Ucrania entra plenamente en los acontecimientos y procesos que han marcado las primeras décadas del siglo XXI, caracterizados por una doble tendencia. Por un lado, ha habido una necesidad para el capital de poner en práctica formas de gestión y mando unilaterales y, en este sentido, el papel de la OTAN ha sido y sigue siendo central en el intento de imponerse como verdadera fuerza de policía internacional, con todas las consecuencias en términos de muerte y destrucción que esto ha causado. Del otro ha surgido la potencia económica de algunos países, en primer lugar la misma Rusia y China, que han reactivado un enfrentamiento multipolar por la hegemonía, fragmentando el espacio global e instaurando nuevos polos de influencia. El epílogo de los veinte años de conflicto afgano y el fracaso de ese modelo de “exportación de la democracia” con las bombas han acentuado esta fragmentación.

En las zonas de influencia, de carácter regional y continental, se combinan diversos elementos de carácter militar, geopolítico, económico, neocolonial: el objetivo prioritario es garantizar el abastecimiento de los recursos naturales con fines energéticos.

La “guerra climática”

Y es sobre este último aspecto, en su relación indisoluble con la crisis ecológica en curso, que la guerra en Ucrania tiene un carácter inédito y presenta algunas peculiaridades perfectamente situadas en el espacio y en el tiempo.

El espacio es el de un país que, hasta hace pocos años, representaba la principal ruta del gas ruso hacia Europa gracias a un sistema de tuberías, heredado del soviético, de 143 miliardes de m³. Una centralidad que se ha perdido a raíz de la realización de los gasoductos North Stream 1 (hacia el Báltico), de Turk Stream (hacia Turquía) y sobre todo de North Stream 2 (hacia Alemania), este último completado, pero todavía no funciona y se ha convertido en uno de los principales elementos de la disputa internacional desde hace años. Por otra parte, Ucrania, que a principios de los años noventa era la tercera productora mundial de energía nuclear, diseñó el año pasado un nuevo programa basado en los reactores modulares estadounidenses, los Small Modular Reactors-160 (SMR), en colaboración con la empresa productora Holtec y el Departamento de Energía de los Estados Unidos. Entre otras cosas, la presión ejercida por las fuerzas rusas sobre las centrales ucranianas vuelve a poner a la atención pública la cuestión de la seguridad vinculada a estas instalaciones, en particular en una fase en la que se ha reabierto forzosamente la partida sobre la “nuclear limpia y segura”: una mistificación que hay que combatir y destruir.

El tiempo es el tiempo del reinicio mundial post-pandemia, que no es una simple reasignación de recursos y actividades, sino una de las mayores reestructuraciones productivas y reproductivas que se han llevado a cabo en la historia. La llaman la “transición ecológica”, pero es bueno destacar el hecho de que no es un momento de transición, pero probablemente el comienzo de una nueva fase histórica del capitalismo, A la que se ha llegado también gracias a la aceleración de una serie de procesos ocurridos durante la crisis pandémica.

Sabemos que la “transición ecológica” no tiene nada que ver con un mundo que haya eliminado los daños ambientales y las injusticias sociales. De hecho, es el terreno en el que el capitalismo está regenerando su modelo de “crecimiento infinito”. Por un lado, a través de la llamada green economy, que desde hace años considera el límite medioambiental no como una restricción al desarrollo, sino como fundamento de un nuevo ciclo de acumulación, financiarización y transformación de la mano de obra. Por otro lado gracias al nunca dormido capitalismo fósil, que ve hoy precisamente en el gas la alternativa principal al carbón, incluso “sostenible” a lo que resulta de la taxonomía decidida por la Comisión Europea.

El capitalismo fósil y el capitalismo verde no son antitéticos, viven de reciprocidad y dialéctica. Lo vemos, por ejemplo, con ENI u otras multinacionales de la energía, y no sólo, que en su interior tienen programas de desarrollo de absoluta complementariedad. Pero la dialéctica no es armonía, a veces está hecha de rasguños y rupturas incluso epocales, en las que la guerra misma es un componente fundamental.

No es casualidad que el contraataque de Putin a las sanciones de los Estados Unidos y de la UE haya sido blindar la alianza con China sobre la base de un acuerdo entre Gazprom, la compañía energética rusa parcialmente controlada por el Estado que tiene el monopolio de las exportaciones de gas de Rusia, con la compañía energética china Cnpc. Acuerdo que prevé la construcción en tiempo récord del gasoducto Soyuz Vostok, una infraestructura que podría transportar hasta 50 milliardes de metros cúbicos de gas natural al año hacia el Dragón, a través de Mongolia.

¡Por otra parte no sorprende tampoco la velocidad con la que los gobernantes europeos – Mario Draghi (de Italia)  entre los primeros, entre otras cosas con un decreto que prolonga el estado de emergencia hasta el 31 de diciembre! – responden a las carencias de gas que se producirán en breve: volver a poner en funcionamiento las centrales de carbón (entre las primeras que se reactivarán estará también la central de Monfalcone). Una especie de reconversión al revés porque, en el fondo, la crisis climática siempre ha sido un problema secundario para quien tiene el poder.

Y precisamente por eso nuestro desertor de esta guerra climática o energética, por así decirlo, no puede sino tomar una forma: identificar el horizonte de la “decrescita” (entendida como perspectiva y no como adhesión a un movimiento político) como elemento estratégico imprescindible en la lucha por la justicia climática y social.

Alrededor al antiguo tema del modelo de desarrollo, punto central de la cuestión, vuelve a abrirse un espacio en el que se puede ser incisivo, porque está clara la percepción colectiva de lo mucho que la dependencia energética del gas ruso incide en la vida material. Lo hemos visto en los aumentos de las facturas, lo estamos empezando a ver en los despidos masivos en diferentes sectores económicos, en la crisis social – la enésima – que se está abriendo. También está claro que el petróleo argelino o qatarota no representan, al menos para Italia, una alternativa creíble, ni tampoco lo es una fantástica reconversión hacia las fuentes renovables. Para reducir las necesidades de energía, hay que romper la cadena productiva, y con ella la de las “necesidades artificiales” generada por el consumismo capitalista (sobre esto vea el último trabajo de Razmig Keucheyan Las necesidades artificiales. Cómo salir del consumismo).

En este marco, nos parece más claro que el tablero mundial exigido por la guerra en Ucrania no responde a una geopolítica abstracta. Los actores implicados de manera directa o indirecta – Rusia, la OTAN, China – responden a dos enigmas de largo plazo que están detonando en esta fase histórica: el fin del Estado nación y la búsqueda de un nuevo “orden imperial”, para usar una expresión muy querida por Toni Negri y Michael Hardt; el intento capitalista de absorber y valorar la crisis ecológica. Creemos que el movimiento climático que hemos visto, en sus diversas formas, en los últimos años debe ser el artífice de una renovada identidad “sin guerra”, así como el movimiento no global lo fue para el ciclo de movilizaciones contra la guerra ocurridos a principios de este siglo. La Asamblea Climática Europea de Vicenza puede representar un punto de inflexión importante y fundacional.

La carrera armamentista

A estos elementos se añaden otras cuestiones no secundarias y profundamente relacionadas con las dos primeras. La primera se refiere a la industria armamentística, una de las pocas economías que no ha experimentado crisis en los dos años de pandemia. Un ya conocido informe del SIPRI (Stockholm international peace research institute) habla de un crecimiento para 2020 del sector militar del 1,3%, frente a una contracción global de la producción mundial de más allá de un 3%, pero sobre todo de un aumento de las ventas de las armas producidas por las cien principales empresas productoras del 17% a partir de 2015.

Dentro de esta infame Top 100 los Estados Unidos siguen haciendo la parte del león, con ben 41 empresas, pero incluso Italia recita su parte, con Leonardo (decimotercera en el ranking mundial) y Fincantieri (47ª). El hecho de que los títulos de la Defensa italiana hayan entrado en órbita en las sesiones bursátiles de los últimos días, con aumentos de doble dígito, es otra pieza de este mosaico de intereses económicos y financieros.

La relación entre la guerra, la presión política y el lobby de armas es muy larga, pero hay que reiterar que estas empresas representan objetivos políticos en una movilización contra la guerra. Como lo son los bancos, directamente implicados en la producción y en el comercio de armamentos: basta pensar que sólo en Italia bancos como Unicredit y Intesa hacen transitar alrededor de 5 milliardes de euro al año para actividades vinculadas al comercio de armas y armamentos. Como lo son los gobiernos nacionales y el de la Unión Europea, que demasiadas veces se considera un actor neutral en estas situaciones. Como lo son las sedes institucionales rusas, las de las empresas, los lugares de intercambio y colaboración económica con el Kremlin.

La guerra en Ucrania ha propiciado un giro histórico para Bruselas: no sólo por primera vez la Unión Europea ha lanzado un plan de ayuda militar gigantesco (se habla de unos 450 millones de euros en armas destinado a Ucrania), sino que ha allanado el camino para el plan de defensa común. Europa se arma y se está armando y es precisamente el nacimiento de esta Europa militar, que hace el par con esa Europa financiera que desde hace años estrangula a millones de personas con el yugo de la deuda, que el continental se convierte aún más en el espacio del conflicto y de la organización para los movimientos sociales.

Fake news y la primera guerra social

Después de la acción militar rusa, los videos y las imágenes engañosas de la invasión siguen convirtiéndose en virales. Entre las cosas que se difunden rápidamente hay, por ejemplo, viejos videos que se representan como actuales, además de miles de información manipulada o falsa sobre el conflicto.

Las campañas de desinformación tienen por objeto distraer, confundir y sembrar división, discordia e incertidumbre en la comunidad. Esta es una estrategia típica de la comunicación política contemporánea, principalmente en los contextos en los que el nivel de polarización es más alto, donde prevalecen las desigualdades socioeconómicas, la liberación y la propaganda. La información y la desinformación sobre la invasión de Ucrania por Rusia también pasan sobre todo a través de los medios sociales. Vídeos, fotos, datos, testimonios de lo que está sucediendo en el campo son compartidos por los usuarios y también captados por los periódicos principales, contribuyendo así a construir el complejo relato mediático de la guerra. De Instagram a Telegram, de Facebook a Twitter – con múltiples perfiles, publicando noticias, vídeos, actualizaciones las 24 horas del día – esta guerra ha abierto un nuevo conflicto en el que el progreso o no se hace con un clic, originando un fenómeno inédito y sorprendente.

Es una guerra en la guerra, entre los maratones de información que se suceden en todo el mundo y que tienen los ojos pegados sobre lo que está pasando en Ucrania es difícil desenvolverse entre las fake news propagandísticas que implican a todos los actores en el campo, medios de comunicación occidentales, incluidos. No se trata sólo de defenderse de las bombas y de los ataques, sino que la narrativa es a menudo falseada por la desinformación, que ha asumido un papel principal en este conflicto. La suspensión de información de agencias rusas que algunos medios occidentales han decidido, incluyendo a Rai y Ansa, tiene un significado casi farsófico en un contexto como este, pero al mismo tiempo muestra cómo se está creando un cortocircuito en la comunicación de este conflicto.

Volviendo al Kremlin, su operación es mucho más compleja, y en estos meses se ha movido con astucia en Internet. Los ataques cibernéticos y la propaganda son dos palancas que Putin ha utilizado con fuerza en los últimos tiempos. Además del uso del ejército también la desinformación puede producir “victorias” en el campo, a veces incluso más incisivas que las bombas, porque permanece viva, se alimenta y se transmite dañando tremendamente no sólo a quien la sufre en primera persona sino también produciendo repercusiones globales.

Con respecto a las guerras más recientes, asistimos a la fuerza con la que la opinión pública se desplaza de las noticias no de primera mano que se confeccionan ad hoc para exaltar un avance en el campo de una facción respecto a otra. En esta situación, numerosos enviados, procedentes de todas las partes del mundo, presentes en las zonas de guerra, Admiten que cada día tienen que lanzar decenas de fake news difundidas con fines propagandísticos sobre verdades que en realidad son sólo pseudo noticias verosímiles porque narradas para engañar a quien lee.

También los dos líderes en guerra, primeros hombres no en los campos de batalla sino en las declaraciones públicas, ahora despoblan sobre todas las televisiones y plataformas. La guerra entre Putin y Zelensky se juega en las redes sociales. Con el primero que intenta jugar en retirada, oscureciendo incluso algunas plataformas, mientras que el segundo – omnipresente en Instagram, Facebook, Twitter, Telegram y Youtube – pidió apoyo a través de todos los canales, mostrándose en traje de camuflaje junto con los soldados, agradeciendo a todos la ayuda y las oraciones del Papa. Una estrategia de comunicación política que está marcando el éxito del joven presidente ucraniano. Actualiza constantemente a su pueblo y al mundo entero, y crea relaciones políticas y diplomáticas. Esta estrategia sin duda está creando más aprecio y empatía que la comunicación de Putin, que ya comienza con la desventaja de ser el invasor.

El verdadero problema es, sin embargo, cuando para combatir las fake news los colosos de las redes sociales – por lo tanto, empresas privadas – deciden oscurecer o no cierta contribución. No resolviendo el problema, sino mediante la censura.

Y es en este terreno donde la comunicación se convierte en otro campo de batalla que se añade a los precedentes, dentro del cual el concepto mismo de “deserción” es más difícil de practicar. La cuestión de la polarización, de una narración distorsionada y funcional al poder y a la lógica de la emergencia la hemos vivido ya ampliamente en estos dos años de pandemia. El desafío de otra narrativa es una de las más difíciles a las que nos enfrentamos, que no puede resolverse sólo dentro de la dimensión virtual, sino que necesita una huida de ese “realismo capitalista” del que hablaba Mark Fisher que “coloniza e incorpora todo el horizonte de lo pensable”.

Contra los nacionalismos

Esta guerra es también el fruto de la exasperación de los nacionalismos, que tanto en Ucrania como en Rusia ya ha sido fruto de conflictos más o menos duraderos. Un nacionalismo que viene de lejos, pero que en esta última década ha sido el “faro” de movimientos y partidos reaccionarios, que en varios países – sobre todo en Europa del Este – han alcanzado el poder.

La guerra que se libra en Ucrania desde 2014 es una de las expresiones más sangrientas y terribles de la retórica política que en todas partes – incluso en el Occidente liberal – ha privilegiado las identidades étnicas, favorecido procesos de racializacion, fomentado la guerra de los penúltimos contra los últimos, de la que sólo se han beneficiado las oligarquías económicas para reproducirse a sí mismas, sus riquezas y su poder. Al detenerse en la relación entre nacionalismos y guerra, el pensamiento no puede sino ir a la tragedia de la antigua Yugoslavia, en la que, conviene recordarlo, el papel de la OTAN y de Italia como actor de guerra ha sido fundamental. Todavía está vivo el recuerdo de los cazas que partían de las bases de Aviano e Istrana para bombardear Belgrado durante la Guerra de Kosovo, último y devastador epílogo de aquel conflicto.

También esta guerra plantea el tema de la migración en términos de emergencia, como sucede desde hace años en contextos como Siria, Yemen, Afganistán, Turquía, Nigeria, Sudán, Etiopía, por citar sólo algunas zonas del planeta.

Pero, una vez más, hay dos varas de medir. Ante la crisis humanitaria en sus fronteras, la Unión Europea parece dispuesta a dar una respuesta común. Los ministros de Interior de los 27 países, reunidos el domingo 27 de febrero por la tarde en Bruselas, acordaron una serie de medidas extraordinarias, confirmadas el jueves 3 de marzo. La primera prevé una dotación para los Estados europeos limítrofes: Polonia, Hungría, Eslovaquia y Rumanía, a los que se dirigen los flujos de refugiados. La segunda sería la voluntad de activar el procedimiento de la Directiva 2001/55, que concedería a todos los ciudadanos ucranianos un derecho de «protección temporal», que debería garantizar en todos los Estados miembros el acceso a determinados derechos sociales y programas de acogida.

Una doble moral que confirma una cierta sintonía entre la Unión Europea y el racismo practicado por los gobiernos soberanistas. Es evidente desde Polonia que se declara dispuesta a acoger «a todos los que llegarán de Ucrania», aunque carezcan de documentos: una posición en extremo contraria a la decisión polaca de establecer el estado de emergencia, construir una barrera metálica de 186 km de 5 metros de altura y cerrar la frontera con Belarús a los refugiados afganos o de otras nacionalidades consideradas indeseables. El mismo discurso pronunciado por Hungría por Viktor Orbán, que con una mano da la disponibilidad de Budapest para ayudar a las personas desplazadas, con la otra da la orden de llevar a cabo actos violentos contra los refugiados, que desde hace años son devueltos a las fronteras húngaras.

Una vez más, emerge el sustrato colonial europeo divide et impera desde el momento en que se impone un doble estándar de acogida y de acceso diferencial a la protección y a los derechos sociales aplicados en función de la procedencia de las personas. Una condición que vemos en varias ocasiones en los diversos países europeos occidentales, en los que el énfasis se pone más en la instrumental diferencia entre “refugiado de guerra” y “migrante económico” y que es él mismo el fruto de un nacionalismo y de un racismo rastreros que condicionan las opciones institucionales.

Desertar de la guerra significa, pues, romper toda forma de nacionalismo, rehabilitar en el plano político aquellas batallas por el acceso global a los derechos y a la libre movilidad humana que son y seguirán siendo un patrimonio fundamental para los movimientos sociales. Por último, significa dar espacio y apoyar a los “desertores” rusos, es decir, a los movimientos sociales y subjetivos que en estos días se están movilizando con valentía contra la guerra y contra las políticas de Putin y que están sufriendo una represión sin precedentes.

texto original
https://www.globalproject.info/it/in_movimento/diserzione-disarmo-solidarieta-un-punto-di-vista-sulla-guerra-in-ucraina/23896